—Le han enterrado vivo en mi presencia...
—¿Y no pudisteis hacer nada, mi bello escudero,
para sacarle de allí?
—|Nada! y cuando vuestro amigo Didier, que-
rida mía, dice: ¡nadal así es, realmente: ¡nada !..,
[será la continua pesadilla de toda mi vida!—dijo
con la voz velada y temblando de emoción.
Un nuevo repique de campanas cortó su con-
versación.
-—Ahora comienza la misa,—observó Didier.—
Antes de que transcurra una hora ya estará aquí
el rey. Estoy inquieto...
Hizo un gesto lleno de tristeza,
—¿Por qué tenéis tantos deseos de visitar al
rey ?—preguntó Palmira, curiosa como todas las
mujeres.
—Tengo que entregarle los papeles relativos a
las negociaciones que mi querido señor trajo para
él a Venecia... ¡Esto es lo único que me queda
de él, vedlo aquí, y me veo obligado a despren-
derme de estos últimos recuerdos!
—¿Y después seréis solamente para mí ?—pre-
guntó con calor Palmira, aproximando su cuerpo
al del escudero de Paulino de la Garde.
Entretanto, los arqueros y los soldados habían
terminado de formar la carrera al través de la
muchedumbre. Los soldados suizos de la guar-
nición formaban la línea, y un amplio camino libre
había quedado abierto hasta la entrada principal
del castillo.
Los hombres y las mujeres discreteaban con
buen humor, y estas últimas admiraban, compla-
cidas, la apostura y magnificencia de los espléndidos
uniformes de los soldados franceses,
Éstos eran, en efecto, hermosos tipos, esco-
gidos premeditadamente a fin de impresionar a
ese pueblo de sentimientos veleidosos cuyo en-
tusiasmo por la perfección tenía sus orígenes en
la proximidad con las maravillas artísticas de la
antigiiedad,
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