¡ Cuidado!l-—le decía el zapatito de seda.
Y para demostrarle que había comprendido,
contestó :
| Gracias!
Al terminar la última letra miró a la condesa.
Estaba ruborizada, y en sus ojos se notaba un
resplandor de triunfo: parecía haberse consolado
y quitado un peso enorme que la agobiaba. Estaba
más tranquila.
¡ Diablo!l—pensó el, Ladrón de Corazones,
¡esta conversación resulta sumamente interesante!
Además del recreo que me produce... ¡Continue-
mos!
El zapatito blanco debió pensar de igual modo,
pues volvió a tocar las enormes botas del barón.
El entretenimiento proseguía. Pero esta vez la
frase fué más larga.
¡No bebáis!-—ordenó el pie.
Y como precisamente el conde de Embalire
ofrecía en aquel momento vino de Samos a Pau-
lino, éste rehusó.
El zapato continuó:
—|Síl—dijo ella.
Pero la Garde no hizo caso.
El pie dijo después:
—¡Tirad el elixir!
El Ladrón de Corazones comprendió.
—Perfectamente, —se dijo.—El vino no es peli-
groso, sólo hay que desconfiar de los licores.
Durante todas estas maniobras, Bonnivet char-
laba con Embalire, haciendo el gasto de la con-
versación.
El almirante estaba aquella noche realmente ins-
pirado.
Contaba la reciente campaña del rey en Italia,
y volviéndose a la condesa añadió:
—Precisamente en Marignan fué donde vuestro
suegro, condesa, se distinguió tan valerosamente
y perdió la vida en una carga. Murió gritando:
«¡Viva el rey!»
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