¡ Diablo!-—pensó el fiel escudero del Ladrón
de Corazones.—Este animal no se va a parar
hasta que le falte el aliento.
Y, cambiando de táctica, intentó usar de la
y
violencia en vez de la dulzura: apretó enérgica-
mente con las piernas al caballo, y tiró del bocado.
El resultado no se hizo esperar.
El caballo se detuvo de pronto, y Didier cayó
de él, yendo a dar de cabeza contra una piedra
del camino.
ln seguida cayó también el caballo. El es-
cudero, libre de los estribos, estaba ya a su lado,
sano y salvo: se inclinó hacia el animal, que
jadeaba horriblemente, con una espuma ama-
rillenta en los labios.
—¿Qué es esto?—se preguntó Didier.—¿Le
habrá atacado a Rine también la misma enferme-
dad que al otro?
Ya no podía dudar.
El pobre animal experimentó una violenta sacu-
dida, levantó la cabeza como para respirar, y
cayó... para no moverse más. Había muerto.
¡Dios mío!... ¡qué desgracia!
Todos los cuidados que ensayó para reanimar
al inocente animal resultaron infructuosos, y lleno
de melancolía se sentó al borde del camino.
¡Esto no es naturall—pensaba.—Primero el
caballo del almirante Bonnivet... después el mío...
¿Qué habrán comido?
Sumamente perplejo, y no encontrando explica-
ción posible, se preguntaba qué debía hacer en
esas circunstancias.
¿Volver al encuentro de sus amos, o continuar
a pie hasta el campamento?
La Chesnaye aun estaba lejos, y el camino,
aunque largo, no le asustaba al valiente escudero.
Pero una secreta aprensión... algo así como un
vago presentimiento le impelía a ir en busca de
su amo.
Vacilante e intranquilo, permanecía, sin embargo,
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