Full text: Los amores de Francisco I.° y de la Gioconda

y Mérovic se esforzaba inútilmente en adivinar, 
siquiera por los gestos, el asunto de la conversación 
que mantenían. 
De pronto, Varangeville cogió una palmatoria 
donde ardía una bujía de cera rosa, y se encaminó 
hacia la puerta. 
—¡Así se lo trague el infierno!—exclamó Méro- 
vic.—¡Ya va en su busca! 
Apartándose de la ventana, el teniente recogió 
al punto su espada, y saliendo de su habitación 
se lanzó por la escalera, bajando los peldaños de 
cuatro en cuatro. 
Se detuvo en el piso inferior al suyo, y procuró 
orientarse, colocándose al fin de espaldas contra 
una puerta, la del cuarto de la baronesa. 
AlMí quedó silencioso, inmóvil, con la punta de 
la espada clavada en el pavimento y la mano 
apoyada en la empuñadura. 
Esperó. 
La espera no fué muy larga. 
Sonó un rumor de pasos apagados, apareció un 
débil resplandor, y envuelto en él el señor de 
Varangeville, en ropa de cama y la palmatoria 
encendida en la mano. 
El barón se encaminó alegremente hacia la al- 
coba de su esposa. 
Al llegar al umbral, reculó asombrado, con los 
ojos grandes abiertos, desorbitados... 
—¡Eh!... ¿Qué es eso ?—exclamó. 
Mérovic, cuadrado y en posición de «firmes», 
inmóvil como una estatua, hacía la guardia frente 
a la puerta cerrada. 
¡Ahl ¿qué es eso, teniente?... ¿qué hacéis 
ahí? 
Mérovic no contestó... ni pestañeó siquiera. 
La cólera comenzó a invadir el ánimo del barón, 
ya de suyo impaciente. 
¡En fin!...—repetía, —explicadme... 
El gigante dijo en tono solemne: 
2 pd 
—¡Servicio del rey! 
A A
	        
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