y Mérovic se esforzaba inútilmente en adivinar,
siquiera por los gestos, el asunto de la conversación
que mantenían.
De pronto, Varangeville cogió una palmatoria
donde ardía una bujía de cera rosa, y se encaminó
hacia la puerta.
—¡Así se lo trague el infierno!—exclamó Méro-
vic.—¡Ya va en su busca!
Apartándose de la ventana, el teniente recogió
al punto su espada, y saliendo de su habitación
se lanzó por la escalera, bajando los peldaños de
cuatro en cuatro.
Se detuvo en el piso inferior al suyo, y procuró
orientarse, colocándose al fin de espaldas contra
una puerta, la del cuarto de la baronesa.
AlMí quedó silencioso, inmóvil, con la punta de
la espada clavada en el pavimento y la mano
apoyada en la empuñadura.
Esperó.
La espera no fué muy larga.
Sonó un rumor de pasos apagados, apareció un
débil resplandor, y envuelto en él el señor de
Varangeville, en ropa de cama y la palmatoria
encendida en la mano.
El barón se encaminó alegremente hacia la al-
coba de su esposa.
Al llegar al umbral, reculó asombrado, con los
ojos grandes abiertos, desorbitados...
—¡Eh!... ¿Qué es eso ?—exclamó.
Mérovic, cuadrado y en posición de «firmes»,
inmóvil como una estatua, hacía la guardia frente
a la puerta cerrada.
¡Ahl ¿qué es eso, teniente?... ¿qué hacéis
ahí?
Mérovic no contestó... ni pestañeó siquiera.
La cólera comenzó a invadir el ánimo del barón,
ya de suyo impaciente.
¡En fin!...—repetía, —explicadme...
El gigante dijo en tono solemne:
2 pd
—¡Servicio del rey!
A A