Pálido, extremeciéndose por su orgullo insul-
tado, éste no retrocedía ni una pulgada, y Méro-
vic, con sus prodigios de energía y animado por
la presencia del rey, se mantenía fuerte aún, a
pesar de sus heridas,
Pero le iban faltando las fuerzas... y el rey
estaba sin armás.
Todo parecía perdido... Aquello acabaría pronto,
evidentemente...
De pronto, en la escalera se oyó un ruido:
de pasos, que fué acentuándose. Unas espuelas
sonaban contra la piedra de los peldaños, y la
vaina de la espada arrastraba en ellos al subir...
Se oyó una voz:
¡Ladrón de Corazones a la revancha!
¿El Ladrón de Corazones ?—dijo el rey, ale-
gremente sorprendido.—¡Ya estamos salvados!
¡El Ladrón de Corazones!—repitió Mérovic
con tono de consuelo y de esperanza.
Surgió un hombre, seguido de otro, con las
espadas desnudas en la mano. Al primer golpe
de vista vieron a Mérovic y al rey, casi exhaustas
sus energías y manteniéndose a duras penas contri
la guardia del castillo.
¡Esperad, esperadl—gritaron los recién ]le-
gados. 4
Cogidos por la espalda, los asaltantes se debili-
taron, vacilaron, se aglomeraron, y por fin huye-
ron en todas direcciones, abandonando sus armas.
Fué una desbandada rápida, casi instantánea.
Sólo quedó en su puesto Varangeville, estupe-
facto, pasmado, crujiéndole los dientes, gritando -
de rabia, devorando al rey con su mirada llena
de odio. A
Mérovic estaba entre ellos, dispuesto a repeler
cualquier ataque del barón contra el soberano.
¡Barón de la Gardel—dijo el rey,—yo no
puedo contar sino con vos. ¡Pero os habéis hecho
acreedor al agradecimiento del rey!l.. ¡Gracias!
Y le tendió la mano.