vale un título de nobleza. Pero, ¿qué os pasa,
amigo mío ?-—interrumpióse de pronto Irancisco l.
¡Casi nada, señor!
¡Casi nada, y vais pálido, con las facciones
contraídas!... ¡debéis sufrir horriblemente!
Es verdad, señor...—confesó el buen gigante.
Al decir esto, su caballo tropezó con un gul-
jarro del camino, y estuvo a punto de caer. Mé.
rovic no pudo contener un grito.
—¡Por Dios, se va a desvanecer!...
En efecto, tal debilidad se iba apoderando del
teniente, que no pudo extender el brazo para
sostenerse, Didier, que lo vió a distancia, corrió
hacia él, y, apeándose del caballo, ayudó a Mé:-
rovic, que ya se había recobrado algo, a des-
montar.
—Que se tienda sobre cl musgo al pie de esa
encina, —dijo el rey.—Y tú, Didier, quédate ahí
cuidando de él. Venid, barón, —añadió.—Estamos
a dos pasos del sitio donde Vaudrey tiene órdenes
de esperarnos con un destacamento de la guardia
escocesa, y después mandaremos que llamen a
Akakia.
Sí, pero está aun muy lejos, señor... y vuestro
médico es, además, muy mal jinete.
—Es verdad, barón; ¿qué hacer entonces? Por
aquí no conocemos a ningún médico ni cirujano.
El camino torcía en aquel lugar.
De pronto, el rey y el Ladrón de Corazones
se encontraron en presencia de dos caballeros,
que se apartaron para dejarles libre el paso.
¡Ah, caballero!—dijo el rey hablando con
el primero, pues el segundo tenía todas las tra-
zas de ser un criado,—¿podríais indicarnos si en
aquella aldea que se ve ahí abajo habrá algún
médico o cirujano ?
—Sí, hay uno,—respondió el interpelado.-— Es
un joven de aspecto simpático, serio como un
cura o un hombre de ciencia, cuyo perfil se parece
al del Apolo Picio,