detuvieron ante aquellas maravillas. Fueron ins
tintivamente en busca de un admirable retrato
de mujer que sonreía en su marco sobre un ca-
ballete guarnecido de terciopelo.
¡La Gioconda!
¡Mona Lisa!... ¡su mujer!
Ella parecía mirarle con su mirada dulce, enig-
mática... menos enigmática que su sonrisa engaña-
dora, que al través de los siglos ha revelado los
secretos adormecidos y ocultos en el alma de los
hombres.
¡Ah! ¡he ahí el retrato famoso!—exclamó
- Francisco, pudiendo apenas contener el furor,
ese lienzo que ha endiosado y dado a conocer al
- Imundo la belleza de mi mujer... Vos' habéis sido
para ella el sol que la ha hecho resplandecer y
Que la ha hecho quedar envuelta entre tantas
-adoraciones y lisonjas... ¡Y .yo, su marido... no
Soy nada para ella!... un ser ínfimo a quien ella
ha dejado muy bajo en el momento que ha. re-
montado a vuestra esfera! ¡Vos sois la causa de
todo lo que a mí me sucede: vos habéis destruido
para siempre mi felicidad!
Francisco pronunció todas estas ¡palabras como
—Wna tromba, como la lava hirviente que se des-
borda de un cráter en erupción. Su voz enron-
—Quecía, y casi se apagaba al decir al pintor su
última imprecación.
¿Pero a qué viene todo esto ?-—preguntó Leo-
hardo tranquilamente.
¡Ah! ya conozco la extensión de mi desgracia.
No sólo soy ya la irrisión y la comidilla de Floren-
Cla, mi-'ciudad natal, sino que también ahora,
en Francia, lo seré. ¿Sabéis lo que acabo de ver?
-—Decidme.
Acabo de ver al rey Francisco 1 entrar en
Casa de Mona Lisa, mi mujer... ¿Comprendéis
ahora ?...
¿Qué tiene eso de extraordinario? Él adora es-
bjeto de arte.
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