Yo soy únicamente el portavoz de esas figuras,
señores, —dijo modestamente la adivinadora.—Pero
si vuestra señoría quiere saber en detalle lo que
ocurre en la actualidad, podremos deducir el por-
venir,
¡Ya lo creo que quiero saberlo!... Esa sangre
vertida por el marido, me embrolla.
—Voy a dormirme ahora en mi misterioso sueño,
y cuando esté dormida, podréis dirigirme las pre-
guntas cuya contestación queráis saber.
—¡ Hacedlo en seguida!
; -¿No tenéis, por casualidad, algún objeto que
' pertenezca a la persona que teméis?... ¿al marido
- de esa dama?
3 -¡Oh, no tenemos nada de eso!-—-dijo Paulino,
desorientado.
—Señor,—intervino Didier.—Ayer me encontré
yo esto ante la puerta de Mona...
—Un peinecillo de marfil para el bigote... pu-
diera ser que pertenezca a otro...
—Démenlo, señores, eso será suficiente,—ordenó
¡Toussaint.
Cogió el peinecillo en su mano, y, levantando
el brazo, dijo:
—¡Focas! ¡aquí! ¡locas!
Se oyó un rápido batir de alas. La cotorra
negra, bruscamente despertada, repitió con su voz
da las palabras que acostumbraba oir en la
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casa;
2 —«Tendrá felicidad, alegría, salud y mucho
«nero.»
—| Vamos, Focas, ven aquíl—gruñó la adivina-
dora.—| Cállate!
El pájaro obedeció, y con su vuelo pesado fué
a posarse sobre la mesa, delante de su ama.
- Sólo entonces advirtieron Paulino y Didier que
Focas» tenía sobre la cabeza un objeto brillante,
n penacho cuyo base era un diamante.
La cotorra se mantuvo completamente inmóvil,
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