didas de palomillas tan espaciadas una de otra
que apenas iluminaban las calles con una débil
claridad.
El almirante marchaba rápidamente hacia su
casa. Acababa de internarse en una callejuela
medio oscura cuando observó que se acercaba en
su dirección una graciosa silueta de mujer. Iba
vestida con ropas oscuras, y la cabeza y la cara
envueltas en un velo que le caía sobre la espalda.
A pesar de esto se adivinaba en ella un elegante
talle y un busto esquisito bajo el jubón de irre-
prochable corte.
La mujer se cruzó con él.
—¡Eh, eh!l—dijo Bonnivet, muy amante de los
bellos tipos.—Me parece que ésta es de las que
aceptan el palique... ¿Adónde irá a estas horas
y por estas calles tan malas y desiertas una cria.
tura tan delicada?
Dió media vuelta y apretó el paso, curioso por
ver de cerca a la desconocida, pero ésta, al oir
los pasos del almirante, se detuvo.
Bonnivet hizo lo mismo, y se encontró frente
a ella.
Ésta estaba como aturdida, anhelante, arrinco-
nada en un ángulo que formaban las casas mal
alineadas.
—¡Eh, linda joven! ¡parece que os causo miedo!
"dijo Bonnivet con voz alegre.
—Seguid adelante, caballero, y dejadme seguir
mi camino.
—Sólo con una condición: la de que aceptéis
mi brazo. Estas calles no son muy seguras.
—¿Me prometéis no ser atrevido y obedecerme
cuando yo os mande que me dejéis?
—¡Os lo prometol—dijo él, ofreciéndola el.
brazo.
La desconocida se apoyó en él, pero llena de
inquietud se volvía para mirar atrás con mucha
frecuencia.
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