—¿Teméis que os siga alguien ?—preguntó
Bonnivet.
—Sí,—contestó ella lacónicamente.
—¡Bah! ¿algún marido celoso, o un enamorado
despreciado? ¡ Yo soy lo bastante fuerte para defen-
deros, señora!
Cuando: él decía estas palabras, dos sombras
se destacaron del muro de las casas, a algunos
pasos de ellos, y una voz dijo con acento de
triunfo:
—¡Ahí están!
La desconocida retrocedió un paso, y el almirante
notó que la diminuta mano temblaba sobre su
brazo.
—|¡Hola!—-dijo él.—¿Quiénes son esos ?
Las dos sombras permanecieron inmóviles.
—¡Atrás!—gritó Bonnivet.
—¡No es éll—dijo uno de los hombres, con
muestras de” despecho.
—¡Ah! ¿de modo, que no soy yo el que espe-
ráis? ¡Si queréis que os ensarte con mi espada
acercaos, truhanes!
—¡Pardiez! ¡callad esa lengual ¡No os las te-
néis que ver con truhanes!—exclamó uno de los
- desconocidos.
- —¡Pues entonces dejadnos libre el paso, y no
asustéis a esta dama!
Aquellos hombres, por el contrario, se acercaron
más a ella, y uno intentó quitarla el velo.
- —¡He dicho que atrás!—gritó Bonnivet, alzando
su espada.
El otro le imitó, y cruzó con él su acero. El
duelo comenzó.
—¿Hará falta que os ayude, señor ?—preguntó
el segundo desconocido a su compañero.
—Es inútil, —contestó este. ;
—¡Ah!l—exclamó Bonnivet esgrimiendo con furia.
o H—¿ Parece que se trata de un gentilhombre ?
—¿Qué os importa? ¿Os he preguntado yo
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