Herminia, que le amaba todavía, y que quería
volver a él para siempre.
Debió marcharse del Hospital para no ver a
Paulino, y ahora se arrepentía de su severidad,
pues su alma era muy buena.
Una súbita esperanza penetró en su corazón.
—|Irél—dijo con el tono resuelto de las de-
-cisiones irrevocables.
—| Bien, señor! Vendré por vos.
—Yo puedo ir solo. ¿A qué tanto misterio?
¿Adónde es?
y —La dama tiene un poderoso enemigo del cual
lo teme todo... y vos también...
-—|Tormes!—pensó Paulino.—|¡Eso está bien
Claro!
Después dijo en voz alta:
-—Entonces venid a buscarme esta noche, no
* aquí, sino en mi propia casa, junto al palacio del
gran senescal. Yo me marcho ahora mismo del
Hospital. Mi escudero os indicará dónde es.
; —| AM iré, señor!
Virginia hizo otra reverencia, y salió conducida
por Didier,
Paulino, sumamente conmovido, se desplomó
sobre una silla y comenzó a coordinar sus im-
presiones y los acontec imientos.
El escudero volvió.
—Señor, me parece que habéis obrado mal en
aceptar la cita. Esa bruja no me inspira con-
fianza... y vos aun no estáis del todo bien.
—No, no,—dijo el barón, dominándose.—Ya te
e dicho que se trata de Herminia... Yo quiero
Después añadió, casi en voz baja:
—Escucha, Didier: es preciso que te informes
aquí, en el Hospital... que hagas que hablen hasta
las piedras de los muros, si fuera necesario, para
saber si la hermana Santa Clara sigue aun en
este lugar... Dices que me estoy muriendo, in-