Paulino reflexionó un instante, fijos los ojos
desesperadamente en las ventanas del convento
donde gemía su amada.
Una rabia sorda le corroía contra el miserable
duque de Tormes que había encerrado a Herminia
en el maldito claustro, en ese convento cuyos ro-
queños muros se erguían, amenazadores, frente a
él, como una barrera infranqueable.
¡Allí estaba Herminia, sufriendo y llorando, evo-
cando quizá a Paulino!... ¡y le parecía tenerla le-
Jos, muy lejos, como si se le hubiera muerto!
Conocía perfectamente la inflexible regla que
rige en los conventos italianos y españoles.
¡Qué combate se realizaba en el alma del va-
liente caballero! ¿Intentaría otro nuevo esfuerzo
para arrancar a Herminia de esta prisión religiosa ?
Pero el valiente, que no había vacilado nunca
en atacar al enemigo cara a cara en el campo de
batalla, se sentía impotente, desarmado, ante
aquellas orgullosas murallas que representaban una
fuerza indestructible y anónima...
¿Ensayaría otra nueva estratagema ?
¿Para qué?
Medina habría dado ya órdenes formales y mi-
huciosas, y todas las entradas estarían vigiladas, y
quizá la misma Herminia lo fuera con más estrecha
vigilancia por sus feroces carceleros.
Habrían previsto ya toda tentativa,
anulada inmediatamente.
—No, es inútil, —pensó Paulino.—No me queda
más que un recurso: dirigirme al rey de Francia,
y reclamar justicia contra el odioso rapto verifi-
cado en la señorita de Roquebrune.
El dueño actual del Milanesado sabría hacerse
abrir las puertas del convento de la Misericordia,
y a él debía recurrir.
El Ladrón de Corazones no vaciló un minuto
más,
que sería
¡Pronto! proporcióname ropas y un caballo,
—dijo al herrador, ¡No te importe el precio!
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