para poderos decir todo lo que se alegra de veros
y de saber que estáis restablecido, y expresa-
ros la admiración que por vos sintió al ver vuestra
heroica actitud... ¡que pudo seros fatall...
—¡Señora!...—dijo Paulino en éxtasis.
—|¡Levantaos, señor capitán!—dijo graciosamente
la Gioconda, tendiendo una mano al Ladrón de
Corazones.
Éste la cogió y la cubrió de besos.
La emoción le impedía hablar.
Embriagado, rendido, contemplaba a Mona Lisa,
y el mundo se acababa para él.
—|Sentaos, señorl—le invitó la florentina, —y
gustaréis de esta pequeña colación en mi com-
pañía.
El barón obedeció, y se sentó muy cerca de
Mona Lisa.
Hacía muy poco caso de las frutas y las pastas,
y contemplaba con exceso las lindas facciones de
su compañera.
La Gioconda, reclinada sobre el sofá, y las ma-
nos apoyadas sobre su regazo, miraba al capitán.
Sus ojos parecían querer sugestionar al hombre,
infundirle un pensamiento y hacerle obrar al ca-
pricho de su voluntad.
Y al ver esta mirada, Paulino se sintió atraído,
aniquilado. Al fin se acercó, hincó las rodillas
ante ella, se atrevió a coger una de las manos
de Mona Lisa entre las suyas, pasó la otra alrede-
dor de su frágil talle y levantó su vista hasta
los ojos divinos de aquella mujer adorable.
Ella le seguía mirando, fija, inmóvil, sonriente.
Él se sentía otro hombre, pertenecía a otra
voluntad, y, como si estuviese bajo el imperio de
una energía más fuerte que la suya, atrajo hacia
sí la cabeza de la Gioconda, y sus labios se posa-
ron, adoradores, sobre los labios del ídolo, en un
prolongado beso...