Dejó sobre la mesa un bolsillo con dinero, que
1 buen hombre no se atrevía a recoger,
Su señoría quedará satisfecho,-—dijo;-—yo me
encargaré de todo.
En efecto, media hora después, Paulino de la
Garde, sin armas, vestido con una ropilla de al-
deano, saltaba sobre un pobre caballejo que le
buscó el herrador, y a media noche salía por el
camino real hacia Milán.
¡Alí es donde él debía ir, y donde era preciso
que llegara!
El caballo era muy viejo, achacoso, cansino,
y aunque el capitán le animaba y espoleaba, iba
con invariable lentitud.
Desesperado, queriendo alcanzar a los que per-
seguía, se iba informando por el camino.
Preguntaba a los caminantes, a los chiquillos,
y a los que topaba en las calles.
Pronto se enteró de que Didier había pasado
por allí, y que le llevaba mucha ventaja. Los
otros, Medina y Bartolomé, no le atraparían, pues
habían perdido terreno.
Él, en cambio, por desgracia, perdía tiempo con
aquella detestable cabalgadura. Su retraso iba au:
mentando cada vez más.
Era imposible marchar más de prisa, imposible
también hallar otro caballo mejor. Todo había
sido razziado en las levas de la guerra.
Paulino tomó una determinación. A Didier ya
le encontraría en el ejército francés. En cuanto
a los otros, nada perdía no hallándolos en el
momento. La venganza es un manjar que se pa-
ladea mejor en frío.
Varios días marchó la Garde de este modo, pa-
sando de largo las ciudades de Verona y Mantúa,
donde podían haberle causado alguna molestia.
Al llegar al Milanesado, el viajero se consideró
más asegurado, aun cuando todavía no se hallaba
del todo pacificada la provincia.
En Cremona encontró que su castillo estaba
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