y una majestuosidad tan protocolaria, que resultaba
inabordable.
El día magnífico y ceremonioso que acababa
de transcurrir había sido de esta última índole:
el baron de la Garde no pudo hallar ni un solo
momento para hablar con su soberano, a pesar
de haberle anunciado la llegada milagrosa de los
sesenta mil ducados de Maximiliano Sforza.
El cortejo se fué alejando, y ya los últimos
rumores de la muchedumbre se extinguían.
El rey llamó junto a sí al condestable de Borbón,
con el que comenzó a hablar amistosamente. Le
debía contar seguramente alguna historia galante,
pues alguna que otra risotada le hacían estreme-
cerse con frecuencia su cuidada barba.
Pronto recorrieron la distancia que les separaba
del campamento: los timbaleros comenzaron a
tocar, secundados por el redoble de los tambores
y el agudo toque de las cornetas, y el rey penetró
en su tienda.
Voy a pedirle audiencia, —se dijo el capitán
Ladrón de Corazones.—Es imprescindible que yo
hable con Su Majestad esta tarde, a fin de que
ordene lo que proceda inmediatamente.
Pero en el momento en que el rey entraba en
su tienda se presentó un oficial, sombrero en
mano, diciendo al monarca:
—Señor, los embajadores de Vicente Frescobaldi
solicitan el honor de ser recibidos por Su Ma-
jestad.
¿A estas horas?... ¿precisamente cuando voy
a descansar?
Han llegado muy temprano, y no han querido
retirarse hasta que hayan entregado a Vuestra
Majestad los regalos de su señor.
¿Su señor?... ¡Pero si Francisco Frescobaldi
es un aventurero, un jefe de bandoleros!
Un «condottiere» respetado y muy poderoso en
el Milanesado, es. cierto, señor. Razón de más
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