Primo, id a descansar, y... ¡buenas noches!—añadió,
estrechando la mano del condestable.
Carlos de Borbón saludó, y se retiró con los
demás señores.
El centinela dejó caer por fuera la cortina de
terciopelo púrpura de la tienda.
En el campo sonó el toque de retreta.
Francisco I estaba solo. Por fin podía conocer,
según los deseos del «condottiere», el secreto del
cofre que tanto aguijoneaba su curiosidad.
Se acercó a él, y primero se inclinó para verlo
más de cerca. Verdaderamente era una maravillosa
obra de arte, y el rey, aunque acostumbrado al
fausto prodigioso de los Valois, no pudo menos de
admirar el trabajo extraordinario que suponía el
obsequio que le había ofrecido Frescobaldi.
Cada detalle, delicadamente incrustado o tallado,
era para él un motivo de asombro.
El hombre que le regalaba aquella joya deseaba
hacer un presente único en la historia y dar al
mismo tiempo al rey de Francia una elevada idea
de su poder y de su riqueza.
Pero el valor del contenido debía exceder en
mucho al de su envoltura.
Francisco 1 quería asegurarse de ello; pero le
pareció haber oído cierto rumor junto a su tienda.
Bruscamente elevó los cortinajes y miró hacia
fuera, hacia la noche en que las estrellas lanzaban
sus fulgores tenues sobre los campos dormidos.
Dos caballeros, con Paulino, el capitán de su
guardia, estaban de pie, con la mano en la empuña-
dura de la espada y el oído alerta para acudir a
la menor señal de auxilio que saliera de la tienda
real.
¡Es increíblel—dijo el rey, poseído de una
de esas visibles cóleras que le eran habituales.—
¡Señores! ¿Sois oficiales o simples amas de cría ?...
¿No es posible que esté un momento completamente
solo ?
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