jesen noticias de ella, y se inquietaba porque
tardaban.
- Al anochecer se encaminó a la tienda de An-
drea, y se alegró de hallarla más fuerte.
—Ya estáis en vuestra casa, amiga mía,—dijo
ssentándose al lado de la joven.—Tenéis por ca-
ballero al primer gentilhombre de Francia.
-—Me confunde tanta bondad, —dijo Andrea con
voz tan dulce y acariciadora como un arpa eolia,
-—Ahora, como a un amigo, podéis contarme
vuestra vida... ¿Quién sois? ¿De dónde venís ?
Ella contestó con sencillez:
—No tengo historia, señor. Soy una pobre mu-
chacha que vivía feliz con mis padres hasta que
estalló la guerra. Los lansquenetes de vuestro
ejército mataron a mis padres, incendiaron nues-
tra casa, y me llevaron al jefe de los «con-
dottieri»,
—¡Pobre niñal—dijo Francisco de Valois opri-
miendo su pequeña mano,—no temáis nada. Aquí
estáis en lugar seguro, y nada os ocurrirá... Olvi-
daréis el cruel pasado, y yo os quiero ver tan
dichosa y feliz como rica.
—¡Señor, sólo os pido una cosa: dejadme vol-
ver a mi casa destruida y consentidme que la
edifique de nuevo y que dé a mis padres una sepul-
tura honrada. Obrad así, mi buen señor, y yo ben-
deciré vuestro nombre en todas mis oraciones.
No era precisamente una letanía de este género
lo que el rey esperaba, y contestó con galantería
un poco cortada:
—Eso es muy poca cosa, bella mía... Lo que
yo deseo es, antes que nada, reteneros para siem-
pre junto a mí.
—¡Señor!—exclamó Andrea con espanto.—No
soy digna de tanto honor. Una vida humilde sería
mejor para mí. En vuestra brillante corte me
sentiría extraña; prefiero mi simple felicidad en
el país en que he nacido, entre los objetos familia-
res de mi infancia... ¡Señor, excusadme!
“y 67