En todas partes estallaban las disputas y las
riñas.
Se le hubiera tomado por un campamento de
bohemios mejor que por el vivaque de un ejér-
cito.
En un rincón del campamento pacía un grupo
de caballos sueltos entre una empalizada de ma-
dera construida a la ligera.
Se adivinaba que el hombre que había logrado
amalgamar todos estos elementos heterogéneos
debía estar dotado de una energía indomable y
de un enorme ascendiente entre los suyos.
Para hacerse respetar tenía que ser más fuerte,
más valiente, más intrépido que los demás.
Contemplando este espectáculo, el Ladrón de
Corazones se sentía lleno de admiración por el
jefe capaz de conducir al combate y de mantener
bajo su autoridad a esta horda de bandidos sin
conciencia,
En aquel momento, un toque de cornetas anun-
ciaba la hora del rancho. Todos abandonaron
sus trabajos y las partidas de dados entabladas,
y se distribuyeron por el suelo junto al lugar donde
se les repartía la comida.
Unos hombres llevaban cuartos de carne cocida;
otros, legumbres que se distribuían los soldados.
Entre sus piernas, los perros famélicos hacían
lo imposible por robarles los huesos. Los aven-
tureros, enfurecidos, los rechazaban a patadas o
con piedras; pero los animales, acosados por el
hambre, volvían, más fieros y voraces.
Estaban tendidos sobre el suelo, desparramados,
y comenzaban a. despedazar la carne a punta de
puñal.
Reunidos en pequeños grupos, hacían copiosas
libaciones. ;
En este momento llegaron el barón de Jar-
zac, el teniente y el escudero. Un centinela les
detuvo con la lanza.
—¡No hay paso!