GEORGES SPITZMUOLLER
rojiza de una lámpara que iluminaba la habitación
más alta de aquella triste morada. Toda la parte
de abajo permanecía sumida en las tinieblas y en
el silencio.
En vez de llamar con el aldabón, el hombre de la
capa retrocedió algunos pasos, y, completamente
seguro de que nadie le observaba, lanzó por dos veces
el grito del buho.
En el acto, la pesada puerta bardada de hierro
giró silenciosamente sobre sus goznes, y volvió a
cerrarse en cuanto entró el desconocido. Luego, sin
cambiar una palabra, y ahogando el ruido de sus
pasos, el embozado y el que acababa de introducirle,
un enano deforme vestido con un traje extraño, su-
bieron la escalera de caracol que conducía al piso
superior y daba acceso a una vasta sala estrafala-
riamente amueblada e iluminada débilmente por una
lámpara colgada de las vigas.
—¿Está solo el signor Arrezzo?—preguntó el
recién llegado al enano.
Éste hizo con la cabeza un movimiento afirmativo.
—Vé a avisarle que le espero.
El enano, por toda respuesta, puso sus dos puños
cerrados, uno tras otro, ante su ojo izquierdo, como
para imitar un anteojo de larga vista, y levantó la
cabeza hacía el techo.
—¡Bien, bien! Quieres decir que tu amo estudia
los astros... pero conozco demasiado a ese tunante
para saber que no consulta absolutamente nada. No
tengo tiempo que perder. Date prisa, pues, a subir
al observatorio en donde seguramente estará ocupado
en dormir, y enséñale esto...
El enano cogió el lazo de cintas rojas, amarillas
y negras, extrañamente combinadas, que el descono-
cido le alargaba, inclinóse luego, y desapareció,
La sala en que se quedó solo el desconocido ofrecía
el golpe de vista más fantástico que puede darse.
En el techo se balanceaban serpientes, tortugas y
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