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—£Señor de la Garde, —dijo después, llevándose a
los labios el dorado licor,—brindo por vos...
—¡Y por nuestros amores!—respondió alegre-
mente Paulino volviendo a besarla.
La supuesta Petrilla Gilbert, la Marquesa d'Aube-
rive, dirigía al barón sonrisas capaces de condenar
a un santo...
El joven no se dió cuenta de que pasaban las
horas.
¡Ah! ¡Herminia, Herminia, cómo se iba borrando
vuestra imagen pura del corazón de vuestro voluble
prometido!
Al día siguiente, la enamorada Petrilla ató con sus
blancas manos su perfumado pañuelo sobre los ojos
de Paulino de la Garde, que siguió dócilmente a su
guía de la noche anterior.
Cinco minutos después, el capitán Ladrón de Cora-
zones estaba en la calle de la Clé-d'Or, sin haber
visto el rostro de su misteriosa guía.
Varias veces volvió a la casita en cuyo tejado se
erguía Belcebú. Pero siempre con el mismo ceremo-
nial y el mismo misterio.
Por la tarde recibía una lacónica esquela con estas
sencillas palabras: «Esta noche».
Y loco de contento, cada vez más enamorado, el
barón comenzaba una vez más la secreta peregrina-
ción por las escaleras, los corredores y el jardín...
para encontrarse al fin en la misma estancia tibia
y perfumada, y la sonrisa cada vez más hechicera
de «Petrilla».
El joven había adivinado un disfraz en su amada...
pero respetaba su secreto y su incógnito.
—Escuchad, amado mío,—le dijo «Petrilla» una
noche en que él se manifestó inquieto por verla triste
y preocupada;—tengo miedo de que acaben nuestros
amores.
—¿Y por qué?—exclamó el Ladrón de Corazones.
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