EL CAPITAN LA GARDE DE JARZAC
— «¿Sois vos la encargada por monseñor Ogier de
cuidar y vigilar su casa?
—Yo misma,—contestó la mujer con la más gra-
ciosa de sus sonrisas.
—Me han dicho...
—Pero no os quedéis al sol, —interrumpió Odela,
insinuante.—Tened la bondad de entrar...
' —¡Con mucho gusto!... ¿Según parece, la casa se
alquila ?...
—No, señor; os han informado mal.
—¡Ah! me han informado mal... es muy posible,
después de todo... y me importa poco.
—i¡Vaya un hombre raro !—pensó Odela Vireloup.
—Sí, me importa poco, —repitió maese Didier,
—Leo en vuestros hermosos ojos que me creéis loco...
¡No hay tal cosa, joven!
Odela se inclinó, sonriendo de nuevo.
—Mirad,—continuó el escudero, como si algo le
IMpulsara a hablar a pesar suyo, —voy a haceros una
confesión... Me ocupo tanto de la casa del abate
Jrgier como un pez de una manzana, porque para
mí sólo fué un pretexto para hablaros...
.TiPara hablarme?... ¿Y con qué objeto?—ar-
ticuló la vieja, palpitante y llena de ansiedad.
—¿Vais a obligarme a deciros llanamente que me
Agradáis... y que estoy a dos dedos de amaros?...
1014) ¡tunante !—articuló Odela haciendo mone-
Mas.—¿Y dónde me habéis visto para entusiasmaros
así? 7
—En la misa de la parroquia de San Albano, —
contestó al buen tuntún el escudero del capitán la
arde, porque aquella era la iglesia más próxima.
ES verdad que voy todos los domingos...
—Yo también... El domingo pasado os seguí... y
hoy, no Pudiendo contenerme por más tiempo, vengo
A comunicaros la dulce turbación de mi alma...
decir esto, Didier suspiraba y ponía los ojos en
blanco. Odela se tragó el anzuelo.
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