EL CAPITAN ERDESDE PARIZAC
Al día siguiente, el supuesto comerciante volvió
cón su media pava, su vino y su fruta.
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A los postres, el escudero echó hábilmente en el
Vino de la viuda unos polvos detersorios preparados
por un boticario amigo suyo, y cuyo efecto no se
dejaba sentir hasta doce horas después de su absor-
ción.
Al otro día, por la mañana, el astuto escudero fué
a visitar a Odela Vireloup, a quien encontró enferma,
en cama, y muy molesta.
—No podré ir a mi trabajo, —dijo con voz doliente.
—Y hoy es el día del abate Ogier, ¡Qué fastidio !...
—¿Queréis que vaya yo en vuestro lugar, seduc-
tora Odela?
—¡Mil gracias! Pero vos no podríais barrer y
limpiar el polvo...
—¡Yo!... ¡vamos!... He sido soldado, y un soldado
sabe hacer de todo, amiga mía...
—Entonces, acepto, querido Pancracio. Me hardis
ún gran favor. Aquí tenéis las llaves.
—¡Voy allá inmediatamente! ¡Tomad manzanilla
bien amarga, mucha manzanilla, gatita mía!
—¡Hasta la vista, querido mío!... ¡Ah, se me olvi-
daba, —dijo Odela,—ha venido una señora anciana,
Tecomendada por un cliente, madame Chavasse, a
Pedirme prestadas las llaves de esa casa para verla
Por encargo de un caballero muy rico que quisiera
Comprársela a mosén Ogier. Ved si han estropeado el
Jardín...
—Comprendido, miraré y lo podré todo en' orden,
confiad en mí.
—¡Qué amable es!-—se repetía la viuda mientras
seguía quejándose en la cama.
Como es natural, maese Didier no se ocupó de la
limpieza de la casa de mosén Ogier.
Era una cosa que le tenía sin cuidado.
El vestíbulo en que se encontró tan pronto como
abrió la puerta, recibía la luz directamente por una
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