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GEORGES SPFTZMUCIEER
Pero ya están aquí los cazadores con los que había
ido a reunirse el caballo enloquecido de Tsabel de
Commailles.
—¡Pronto! ¡pronto! ¡la duquesa de Aralscn está
en peligro !—gritó la joven a un grupo que salía a su
encuentro.
Detuvieron a su yegua, que estaba sin aliento;
Isabel saltó a un caballo fresco y llevó a los caza-
dores en auxilio de Wanda.
La hermosa dama no había sufrido ningún daño;
los cazadores se tranquilizaron, y el Ladrón de Cora-
zones, cuya emoción había sido muy viva, porque
profesaba gran amistad a la altiva duquesa, encon-
traba al fin ocasión de dirigir una sonrisa a la gentil
Isabel, cuyos ojos azules y cuyas largas trenzas de
oro le habían impresionado tan profundamente en el
torneo, cuando la niña le entregó la banda de la
reina.
Respetuosamente, inquirió:
—Este jabali muerto, esta ancha herida en su cos-
tado, estando vos sin armas... ¿Qué ha pasado, Alte-
za!... ¿Y quién ha acudido en vuestro auxilio con
tan maravillosa oportunidad?
—¿Veis allá lejos, por entre el ramaje, aquella
gorra de terciopelo?
—¡Ya lo creo! ¡pardiez! ¡ya lo creo!—articuló
el Ladrón de Corazones;—¿una gorra negra en una
cabeza rubia?
—¡Pues es mi salvador !... Ha demostrado un va-
lor, una fuerza y una destreza...
—Sí, es un buen lanzazo.,. De modo, que ese mozo
salva la vida a las gentes, y se va sin decir nada...
Ya se alejaba.
Wanda le llamó. .
—¡Barón! ¿adónde corréis así? ¿Supongo que no
tendréis la intención de desafiar a ese joven y seduc-
tor caballero?
—¿Caballero? Según eso, ¿sabéis quién es, Alteza?