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GEORQGES SPITZMULLER
de la vida, y dejaba a los demás, según decía, los
predicadores y las personas fastidiosas, las molestias
y las penas.
Un ligero grito respondió a su saludo.
—¿Os asusto? —preguntó el rey.
—¡Oh! no señor, —respondió Petrilla, que se había
levantado, muy encendida, en tanto que la supuesta
vieja, menos ágil, tardaba más tiempo en hacer lo
mismo.
—Quieta, buena mujer, quieta, —ordenó el rey .—Y
vos, hermosa, ocupad de nuevo vuestro sitio.
—Vamos, tía, —declaró Petrilla, —hay que obedecer
a este señor.
—Os he visto ya cerca del campamento, —dijo
Francisco de Angulema,
—Puede ser...
El rey miraba con ojos de deseo el campestre al-
muerzo.
—Tentis, hija mía, un excelente guisado, muy en
punto, y que huele muy bien. Ls apetitoso, sobre todo
cuando lleya uno tres horas cazando.
—Está a vuestra disposición, caballero, —intervino
la «tia» —Compartid nuestra modesta comida, Será
un honor para nosotras.
—¡Gracias, buena mujer! Y yo estaré encantado de
verme servido por esta preciosa chiquilla.
—¡Oh! ¡señor!—articuló Petrilla enrojeciendo
más aún.
El rey ató a Cabale a una rama, y se sentó ante el
guisado, al que atacó con excelente apetito, después
de haber besado galantemente a su amable huéspeda
a modo de benedicite.
Mientras comía, Francisco 1 se extasiaba.
—¡Qué bien se está aquí!—decía.—Sombra, un
céfiro suave, el murmullo de un arroyo, un festín bajo
los árboles... y a más de todo esto, las frescas mejillas
de mi vecina, aterciopeladas, como estos melocotones...
¿Me permitis—añadió el galante monarca-—gustar
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