EL CAPITAN LA GARDE DE JARZAC
hablado en voz baja, un poco vivamente, con el cen-
tinela del interior, éste le clavó un puñal en el pecho.
El hombre cayó en el dintel, lanzando una exclama-
ción ahogada.
El que acababa de matarle le arrástró, palpitante
aún, al interior de la casa.
—Si me hicierais caso, monseñor, —dijo Didier, —
no nos quedaríamos aquí. El sitio no es sano.
Soy de opinión: entremos en la casa.
¡Huyamos, por el contrario!
—No; yo no acostumbro a huir, ya lo sabes. Y
tengo unas ganas furiosas de dar de puñaladas a ese
asesino...
—Es peligroso, monseñor,
—¿Qué importa?... Conocemos el santo y seña.
¡Vamos allá!
En aquel instante daban las once en el convento de
los Barnabitas, desgranándose lentamente en ¿la
noche. Y en aquel preciso momento un hombre subió
la escalinata, y llamó tres veces a la puerta, las dos
primeras seguidas, la tercera tras breve intervalo.
Era otra señal, porque la puerta se abrió en el
acto, y, en vez del fosco centinela, fué una mujer
alta y esbelta quien, farol en mano, recibió al recién
llegado, y le dijo en voz baja:
—Entrad, caballero; Petrilla os aguarda.
El caballero vestido de negro, y cuya gorra floren-
tina lucía una pluma blanca, entró, guiado por la
doncella,
—i¡Didier! ¿Es una alucinación? ¡Es el tey!—
murmuró el Ladrón de Corazones en el colmo de la
Sorpresa,
—Es, en efecto, Su Majestad, —respondió el escu-
dero.—La luz del farol ha permitido verle perfecta-
mente...
rey !... ¡Y todos esos hombres enmascara-
y e . , ,
Y además, Petrilla... ¿Qué va a pasar aquí?
eciso saberlo!
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