GEO ROGES SNPATZ MD IMDER
bienhechora influencia sobre aquella naturaleza que-
brantada por tantas tragedias sucesivas.
La ermita de San Graciano era poco frecuentada.
Rara vez la visitaba alguien.
Herminia se aprovechó de esta soledad. Gozó de
ella libremente.
Reapareció su excelente salud.
Necesitaba vivir, por decirlo así, primitivamente,
en contacto con la naturaleza, en la que se sumergía
como en un crisol regenerador. Quería vivir sin pen-
sar... para olvidar.
Pero, a pesar de su voluntad, a despecho del horror
instintivo que experimentaba hacia todo aquel pasado
tan fróximo, le era imposible prescindir de él.
Con frecuencia acudía a su mente el cuadro ate-
rrador del saqueo de Roquebrune.
Pensaba, con lágrimas én los ojos, en madame de
Cotignac, su bondadosa abuela, asesinada por la cua-
drilla de Bartolomé el Tuerto, y enterrada bajo las
cenizas del castillo destruido. Tornaba a ver aquel
espantoso duelo del que ella era el premio entre el
jefe y uno de los bandidos, el terrible Morales.
Todas estas siniestras visiones estaban como im-
presas con trazos de sangre y de fuego en su me-
moria.
Y luego desfilaban ante sus ojos las peripecias
recientes del drama unido a su destino, la hipocresía
de Tormes, el duque espía de alma de bandido, de
quien Herminia era a la sazón esposa ante Dios; las
escenas de su prisión en Die; la cárcel... el río en
el que se hundía...
¡Ah! ¡qué espantosa serie de acontecimientos!
¡Y cuántas lágrimas derramó aún al confesar al
anacoreta las penas que entenebrecerían para siempre,
pensaba ella, su tierna vida!
—¡Valor, hija míal—dijo el santo varón seña-
lando el cielo a Herminia.—¡Dios os ha salvado de
todo eso; ello indica que tiene respecto a vos desig-
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