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El alemán respondió a este toque gritando con su
voz gutural y ronca:
—¡Hola! ¡Hola!
Y casi inmediatamente, de dos lados diferentes del
claro, surgieron siete u ocho lansquenetes, y entre
ellos Terréol, el barbudo veterano.
— ¡Por aquí, camaradas !—gritó el germano,—¡Por
aquí !...
—¡Ah! ¿eres tú, Marfurius?—dijo Terréol ade-
lantándose.—¡Bueno! ¿Y Medina?
—¡No le he visto!
— Todos me dicen lo mismo, —refunfuñó Terréol.—
Jinetes e infantes persiguen a ese maldito español
sin encontrar nada, nada.
—¡Aquí hay un hombre—dijo Marfurius-—que debe
saber algo!
A estas palabras la mirada del veterano cayó sobre
el Padre Ambrosio, a quien el lansquenete señalaba.
El ermitaño bajaba la cabeza como para que las
sombras del crepúsculo ocultaran su rostro.
Si alguien le hubiera observado a la llegada de
Terréol, le hubiese visto estremecerse, repentinamente
turbado. Su rostro, de ordinario de una palidez de
cera, estaba aun más blanco que de costumbre, como
exangúe.
Sus manos temblaban.
-—¡Eh! pero... ¡sí, no me engaño l—exclamó de
repente Terréol, que examinaba al anciano con aten-
ción. —Es...
No pronunció el nombre, pero suspendiendo su
apóstrofe hizo sencillamente seña a sus soldados de
que se apartasen.
Éstos cumplieron en el acto la orden muda, aun-
que enérgicamente significativa.
Se retiraron al otro extremo del claro, bajo la vigi-
lancia de Marfurius, que les hizo continuar las pes-
quisas por las cercanías.
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