GEBEODOROES-SP1ITZEMO EE ER
— ¡Compañeros !-—dijo Terréol limpiando su espa-
da en la hierba,—la cabeza de Alberico el bandido
fué antaño puesta a precio: doscientas libras. ¡Las
he ganado! ¡Cien libras para mi! El resto para
vosotros.
—¡Miserable | —gritó detras de él una voz terrible.
Terréol se volvió.
Con los brazos cruzados, los ojos fulgurantes, el
capitán la Garde de Jarzac le miraba.
—¿Qué has hecho?—prosiguió Paulino.—¿Es eso
que yo te había ordenado?
-—Mi capitán...—balbuceó el otro.
—¡Responde! ¿Es esto lo que yo te dije que
hicieras?
El bárbaro bajó la cabeza.
—Has traicionado mi confianza... Acabas de matar
este religioso inocente...
—No quería decirnos...
—Un ermitaño no miente... Es que no sabía nada.
—Sin embargo, mi capitán, se ha oído una voz
allí; en la gruta, en el fondo de ese peñasco...
—Bien... ¿La registraste?
—No había nada.
—Yo mismo iré. Entretanto, tú te has conducido
como un bandido... como un asesino... Ya no eres
digno de llevar tu espada, ni tu uniforme...
Paulino de la Garde arrancó el acero de manos
de Terréol, y lo rompió sobre su rodilla, delante de
los lansquenetes consternados.
Y dirigiéndose luego a dos de los soldados, ordenó:
—¡Quitadle el coleto de ante y la gorra!
Fué Marfurius quien lo hizo, con un secreto placer,
porque no olvidaba el puntapié de poco antes.
Pronto quedó el reitre con el torso cubierto única-
mente por la camisa.
Bajaba la cabeza, aterrado, dominado, vencido,
trémulo,