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de prebostazgo,—tres magistrados, envueltos en sus
togas rojas, están sentados ante una mesa cubierta
con un tapete negro.
Al otro lado de esta mesa hay un hombre, de pie,
vestido únicamente con sus calzas y su camisa, y
con las manos atadas a la espalda,
A un lado y otro de este hombre, dos arqueros
armados vigilan todos sus movimientos.
Detrás de él, un individuo inmóvil, oculto el rostro
por un antifaz de terciopelo negro, espera.
Los magistrados son: un senescal y dos regidores.
El hombre es José Campador.
El individuo enmascarado, el verdugo.
Un silencio absoluto, fúnebre, reina en la sala.
Campador lanza miradas de espanto a las paredes
«adornadas» con instrumentos de tortura,—hachas,
ruedas y mazos, —y sobre todo a un potro,:al que
el verdugo, con sus brazos desnudos y vigorosos,
acaba de poner, con minuciosidad de relojero, las
cuerdas y las poleas.
Llaman a la puerta.
Entra el escribano con un libro.
Tras él, un hombre que lleva una toga negra y
larga y una peluca rizada, se adelanta, hiriendo el
suelo al compás de sus pasos con un bastón con
puño de marfil.
Es el médico de la cárcel.
Por la mañana ha visitado al español en su celda.
Ya se recordará que el emisario de Don Medina
de Tormes había sufrido el tormento algunos días
antes; se desmayó durante el interrogatorio. El mé-
dico le devolvió las fuerzas. Después de la visita
de aquella mañana estimaba que Campador se en-
contraba en estado de «sufrir» de nuevo el interro-
gatorio y el tormento.
Cuando el escribano se hubo sentado al extremo de
la mesa, no lejos del trío rojo, y hubo abierto su
libro, el senescal hizo una seña al médico para que
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