GEORGES: S PT PE MOL EER
Cuando llegó, las puertas se abrieron espontánea-
mente ante ella, por decirlo así.
El alcaide, ya prevenido, fingió no estarlo. Como
hombre listo, se daba cuenta de que le convenía
ignorar aquella visita,
Encadenado a su pilar, el mísero Arrezzo, acos-
tado sobre la paja de su calabozo, comenzaba a
dormirse, cuando le despertó el ruido de los cerrojos
descorridos y la luz de un farol que llevaba un carce-
lero al que seguía una dama cubierta con un velo.
-—Poned ahí vuestro farol, —ordenó Luisa al car-
celero,—y dejadnos. Volveréis dentro de un cuarto
de hora.
El vigilante se retiró, después de inclinarse pro-
fundamente.
—Arrezzo,—dijo la dama levantando su velo,—he
recibido vuestra carta...
—Esperaba la visita de Vuestra Majestad...
—Qué me queréis?
—¿No lo sospecháis, señora?
-—Hablad sin ambages. ¿Qué esperáis de mí?
—¡La libertad !...
—Vuestra libertad no está en mi mano... Habéis
tomado parte en el atentado contra el rey, que ya
os perdonó una vez y os mandó salir de Grenoble.
—¡Qué importa!... Vos todo lo podéis, señora...
¡si queréis... y querréis!
El hechicero miraba a la reina con insolente
ironía.
Menos dueña de sí misma ya, Luisa de Saboya
murmuró, vacilando:
—Pero eso sería una traición y una felonía
en mí...
—¡Oh! ¡no nos preocupemos por tan poca cosa,
señora !—replicó, burlón, el nigromante,—No sería
la primera vez que hiciéramos entrar esas dos virtu-
des en nuestro juego.
—¡Arrezzo!