EL CAPITAN LA GARDE DE JARZAC
Hiciera y dijera lo que quisiese, ¿no era la du-
quesa de Tormes, esposa de un regicida y de un
traidor?
¡Título capaz de atraer sobre ella todo el rigor
de la justicia real!
¡Ya lo había experimentado en Die, por su des-
gracia!
A la sazón la buscaban. La policía debía perse-
guirla, puesto que se sabía la evasión de su cárcel,
Aquel mismo carruaje, ¿no seguiría su pista?
¡Y era imposible esconderse!
De repente, dos jinetes se adelantaron a su coche.
Uno de ellos detuvo al caballo, sujetándolo por la
brida; la cabeza del otro, cubierta con el casco, asomó
por la ventanilla.
— ¡Alto! ¡Detenidos !—gritó el desconocido echan-
do pie a tierra.—¡Y afuera!
Ya alargaba la mano para coger por un hombro a
Herminia.
Pero ésta sacó un puñal que llevaba en el cinturón.
El jinete, un bárbaro con cara de borracho, rompió
A reir,
—¡Quieta! ¡Hermosa!—gritó, descargando un
puñetazo en el brazo de Herminia, que soltó la linda
arma con mango de nácar.
Afuera, una voz gritó:
—¿Qué pasa?
Esta voz tenía una entonación muy distinta a la
del soldadote. Era autoritaria, pero armoniosa.
En aquel instante, la carroza se puso al nivel
del coche,
Un hombre, tocado con un soberbio sombrero ador-
nado con plumas, miraba por la portezuela; sobre su
busto, ceñido por un coleto de terciopelo, brillaba
Una cadena de oro y pedrería simbolizando una eleva-
da dignidad.
—iPara!-—ordenó el caballero al conductor de su
Carroza,
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