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—No os riáis para engañarme,—articuló tranqui-
lamente el duque.—Vale más que confeséis que ese
hombre es vuestro amante.
-¡Es falso !—aulló Cornelia, como si hubiera reci-
bido un bofetón.—¡Los que os han dicho eso, mon-
señor, han mentido!... ¿Y os atrevéis a dar crédito
a semejantes calumnias?
El dux la miraba en silencio, con terrible expre-
sión de lástima y desprecio.
—Por lo demás,—prosiguió Cornelia, —haced bus-
car a ese..—¿cómo le llamáis?—a ese Paulino de
la Garde, e interrogadle...
—El barón de la Garde es uno de los caballeros
más leales de la cristiandad, debo reconocerlo, No es
él, por lo tanto, el que revelará vuestro secreto. Su-
frirá el tormento, pero defenderá vuestro honor y
vuestra inocencia... que tan mal defendéis vos mis-
ma. Por ello, no es a su testimonio al que recurriró...
—¿Qué queréis decir?—preguntó Cornelia, que
sentía una vaga inquietud.
—Ahora lo sabréis. ¿De modo, señora mía, que
negáis haber concedido favores al capitán Ladrón de
Corazones?
—¡Lo niego y lo negaré ante Dios!
En los labios de Felino de Gritti se dibujó una
sonrisa cruelmente irónica.
—¡Cómo debéis amar a ese hombre para mentir
de este modo y jurar en falso! En fin, eso es cosa
vuestra y de vuestra conciencia. Lo que a mí me
atañe es vengar la afrenta que he recibido.
—Pero, 0s aseguro...
— ¡Silencio !-—interrumpió del dux con dureza.—
Ese oficial francés ha pasado la noche en vuestras
habitaciones. No sólo le recibisteis en ellas como
una prostituta, como una mujer del arroyo, sino que
fuisteis a buscarle a casa de vuestra digna émula,
la esposa del senador Caffarini. ¡Conozco los desór-
denes suyos, y los vuestros! ¡Por los que a vo5