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GEOROQGES: SPITZMOLLER
—¿Me dirás al fin, mi buen Didier,—articuló el
capitán, —por qué milagro...? Yo te creía perdido
tí también, y sufría más por ello que por mí mismo.
—No hay tal milagro, señor barón. Mientras me
buscaban, después de la famosa cena y del rapto del 7
que fuisteis víctima, yo disfrutaba de la hospitalidad -
de la linda Fiametta... Una mujer muy hermosa,
monseñor... ¡y que me ofreció un vino de Oporto l...-
En resumen, al día siguiente me enteré de vuestra.
encarcelación. Sabía que debía de haber llenado de.
pena a ciertas almas que os quieren bien, monseñor...
Por ello orienté hacia aquella parte—¡oh, muy pru-
dentemente!-—mis pesquisas... Y cuando ví pasar
cierta góndola con rumbo a San Servolo, comprendí
que también yo debía ir allá.
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—El fin de la historia ya lo conocéis, amigo mío,
—continuó Isolina con su voz de cristal.—Pero hay
un intermezzo que es un enigma para vos... ¡Pacien-
cia! ¡paciencia! todo lo sabréis.
La góndola se acercaba a la isla.
Pronto atracó a ella. ,
En la casita morisca, en la que hemos penetrado
ya con Isolina y Cornelia, esperaba ésta, con el cora-
zón palpitante de angustia. j
De su pecho se escapó un verdadero rugido de.
alegría cuando vió entrar al Ladrón de Corazones.
Aquella mujer sentía, al amar a Paulino, un reju-
venecimiento de todo su ser. 3
Le había creído perdido... ¡perdido por su causa!
Y ahora le volvía a ver, vivo, apuesto, adorable,
y experimentaba la felicidad que se experimenta al
recobrar un talismán. e
Pero aquella felicidad duraría poco. d
Era preciso renunciar a ella, puesto que Paulino '
debía irse... lejos... ¡para siempre... 3
Iba en ello su vida, su vida tan cara para aquellas :
dos mujeres cuyos corazones entonaban, en aquel mo-
mento, la misma canción de amor... ó
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