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EL CAPITAN LA GARDE DE JARZAC
— Ya es hora de ponernos otra vez en camino, —
E dijo de improviso el caballero.—¿Qué piensa de ello
maese Didier, mi fiel escudero?
—Vuestro fiel escudero, monseñor, se permitirá una
y objeción...
—¿Cuál?-—interrogó benévolamente aquel a quien
acababa de llamar «monseñor».
—Apenas hemos empezado este excelente jamón...
y queda mucho vino en la bota...
¡Dices que apenas lo hemos empezado?... Pronto
hará una hora que estamos parados aquí.
—¡Una hora!... La impaciencia que tenéis por lle-
gar, monseñor, os hace perder la noción del tiempo.
Vos habéis comido poco, y yo puede decirse que
nada...
—¡Qué exageración! Has devorado como un ogro...
¡Sea! ¡quedémonos aun un cuarto de hora... pero
nada más!
—Con eso bastará. ¡Ah! es que yo no soy el barón
Paulino de Jarzac...
—i¡No faltaría más que eso!
—... enamorado, —continuó el escudero sin hacer
caso de la interrupción, —enamorado como un loco
de la linda Herminia de Roquebrune...
—¿No es verdad—articuló el barón animándose—
que tiene los ojos más bonitos del mundo, el cuerpo
más esbelto y más airoso, la voz más armoniosa y la
sonrisa más seductora?...
—Todo eso es verdad, monseñor. También yo sé
admirar la belleza femenina; ¡pero eso no quita para
que sea un crimen que le obliguen a uno a comer tan
de prisa, y sin saborearlo, un jamón tan suculento!
—¡Animal prosaico! Yo le hablo de amor, y él...
— ¡De manducatoria, monseñor, de manducatoria !...
Yo hablo como un hombre hambriento, y vos como
un enamorado; ahí tenéis toda la diferencia... Y no
nos entenderemos nunca, porque yo soy un glotón
Dó sempiterno, y vos un sempiterno amador... ¡Ah! ¡no
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