A
GEORGES: SP] TZ MOD TER
Los dos jinetes se acercaban a las montañas del
Esterel, cuando de improviso el barón se estremeció.
—¿Has oido, Didier?—preguntó.
—Sí, monseñor; un trueno, y un trueno bien raro
con este tiempo fresco y este cielo tan despejado.
—Es verdad. No hay una nube. Sin embargo,
tendremos tempestad, porque he visto el relámpago
allá lejos, frente a nosotros.
—No es posible. Yo he navegado y entiendo el
tiempo. ¡No, no tendremos tempestad !
—Pero ese relámpago...
—Es tan inconcebible como el trueno... A menos
que sea un milagro de Nuestra Señora...
—O un aviso del Cielo.. Démonos prisa, Didier dé-
monos prisa... ¡Con tal, Dios mío, que no le haya
sucedido alguna desgracia a Herminia, mi adorada
prometida !
Los caballos, estimulados por la espuela, aceleraron
el paso.
Apenas unas horas de descanso en la hostería de un
pueblo, y volvieron a ponerse en marcha.
Al rayar el día, Paulino y Didier se encontraban
en las cercanías de la aldea de Muy.
—¿Está muy lejos ese castillo de Roquebrune,
monseñor?-—inquirió el escudero.
—Vamos acercándonos...
—Ahí tenéis una respuesta algo normanda, mon-
señor. Ya me figuro que no nos alejamos.
—Pero, ¿qué es esto?—exclamó el caballero estre-
meciéndose de repente.—Una columna de humo, allí,
a la derecha...
—Y otra a la izquierda. Sin embargo por aquí no
hay volcanes...
— ¡Son incendios !
—¡Lindo y singular país éste, monseñor !... Ni una
taberna... ni una casa en la que pueda pedirse una
botella de vino acompañada de una gallina cebada y
bien lardeada...
34