EL CAPITAN LA GARDE DE J ERLAT
No se fijaron tampoco en un grupo de jinetes
que salía de Padua y se dirigía hacia ellos.
Sólo se veían a sí mismos, y se abstraían en su
sueño.
Paulino de la Garde repitió una vez más:
—¡Herminia!... ¡Esposa mía!...
Pero, de repente, muy cerca de ellos, sonó una
voz terrible que hizo estremecer a los novios como
una voz de ultratumba:
—¡Esa mujer es la. duquesa de Tormes, mi
esposa! ¡Y la recobro, monsieur de la Garde!
Al mismo tiempo, cuatro brazos vigorosos se
apoderaban de Herminia, arrojando sobre ella una
amplia capa, que la envolvió toda, ahogando sus
gritos.
Paulino había sacado su espada. Pero el movi-
miento de los agresores fué tan rápido que no pudo
oponerse al rapto.
Y el estupor que le produjo el oir la voz de aquel
a quien creía dormido para siempre en los llanos de
Marignan, le privó por un instante del uso de sus
facultades.
Sin embargo, aquel desfallecimiento duró poco.
El Ladrón de Corazones se precipitó a detener a los
bandidos. Pero éstos habían acomodado ya a Her-
minia en la grupa de un caballo, y huían a todo
correr.
Y ante Paulino se alzó una espada, formidable,
amenazadora, al mismo tiempo que una carcajada
siniestra helaba su sangre en las venas.
—¡ Ahora me toca a mi, monsieur de la Garde!
—chilló la pavorosa voz.—Creísteis desembara-
zaros de mí en Marignan... pero aun no había lle-
gado mi hora... ¡y vuelvo, a ganar ia partida enta-
blada entre nosotros !
Paulino miraba fijamente al hombre que hablaba.
Y, ante el enigma horrible, corría por sus carnes
el escalofrío del espanto.
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