EL CAPITÁN LA GARDE DE JARZÁC
Pero la misma risa satánica le hizo retroceder,
en tanto que de los ojos del duque parecían salir
llamaradas de odio, como lenguas de fuego.
Porque en el mismo instante, a ambos lados del
camino surgieron otros jinetes.
Medina no se movía, no trataba de batirse.
Inmóvil, dijo con expresión de odio y de fero-
cidad:
—Llegó tu hora, capitán Ladrón de Corazones,
protector y seductor de las mujeres... ¡Puedes des-
pedirte de ellas para siempre!
Paulino había visto brillar aceros y cañones de
pistolas... Se oyó un disparo... luego otro...
La Garde de Jarzac vaciló sobre su caballo.
—-¡Esto es un asesinato l—gritó.—¡Me esperabais
aquí, caballero, porque sois maestro en asechanzas,
lo sé!... ¡Pero el rey de Francia me vengará!
No pudo continuar. Un dolor espantoso le atena-
ceaba el hombro. La brida y la espada se escaparon
de sus manos... Una nube de sangre nubló su vista...
Y el capitán se desplomó, como una masa inerte.
Cuando recobró el conocimiento, Paulino de la
Garde estaba solo en el camino en el que las bru-
mas del crepúsculo dibujaban sombras fantásticas,
Su caballo, atado a un árbol, relinchaba dul-
cemento.
Medina de Tormes ywsus bandidos habian desapa-
recido.
La sensación de sufrimiento devolvió a Paulino
el dominio de sí mismo. Era preciso volver a Pa-
dua, reclamar cuidados... encontrar a Didier...
Pero, al primer movimiento que hizo el herido,
el dolor le arrancó un grito,
¿Qué hacer?...
Oía un ruido muy cercano, un ligero murmullo
“que anunciaba un arroyo. Paulino se arrastró hasta
él, y, con su pañuelo empapado en el agua cristalina,
se hizo una cura provisional.