EL CAPITAN LA GARDE DE JARZAC
—Confieso que yo también tengo sed, Didier. ¿No
queda ya nada en las botas?
—¡Ah! monseñor; no he aguardado a este mo-
mento para interrogarlas... ¡Nada!... ¡Si por lo menos
encontrásemos un arroyo... un río... en fin, agua...
¡Sí, a eso he llegado! ¡Yo, Didier el Bordelés, pido
agua para beber! ¡Oh, vergiienza |...
El escudero lanzó un suspiro que partía el alma.
—¿Habéis oído, monseñor, el relincho de Rine, mi
excelente yegua?—continuó al cabo de un instante.
—¡También ella tiene sed, la pobre bestia !
El caballo del barón relinchó a su vez. Didier
sonrió.
—También Bucéfalo mete su cucharada... pero su
relincho es alegre...
—Es que oye el murmullo de la cascada que se
precipita por la montaña en que se alza el castillo de
Roquebrune. ¡Querido Didier, hemos llegado!...
Al percibir el rumor del agua corriente, los caba-
llos no necesitaron ser espoleados: aceleraron aun más
su andar.
Como a todos los animales, —exceptuando el gato,
—a los caballos les gusta el agua.
Los dos jinetes vieron al fin un arroyuelo alimen-
tado por la cascada y que cruzaba el camino.
—¡Hombre, el agua es roja l—articuló Didier sor-
prendido.—¡Oh, mi amo! ¿qué quiere decir esto? Ved,
Rine y Bucéfalo enderezan los orejas, vuelven la
cabeza, se niegan a avanzar, se les eriza el pelo, las
patas les tiemblan...
—¡En efecto !—exclamó el joven barón saltando al
suelo.—;¡Por San Paulino mi patrón, que es extraño
esto!
Se inclinó hacia el agua, y cogió una poca en el
hueco de la mano.
—Pero cualquiera diría... cualquiera diría...
—¡Es sangre !—gritó el escudero,
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