DEJOROES SPA LE MD LASER
Allí es. Les está prohibido salvar, vivos, la
puerta del monasterio; se lo permiten cuando están
muertos.
-Didier,—articuló Paulino con una voz extraña,
— ¡mañana estaré yo muerto!
—¿Eh?—exclamó el escudero, retrocediendo ate-
rrado.
—¡Esta noche habré muerto!
¡Vos!...
-¡Habré muerto antes de una hora!
Pero...
¿No comprendes?
—¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡ja!
Una franca risotada probó que esta vez, aunque
un poco tarde, maese Didier había comprendido.
—Pero, ¿cómo haréis?...—interrogó.
—Vamos a pensarlo. Ya ves que estoy herido.
Tenemos hecha la mitad del trabajo.
Permanecieron un instante en silencio, mirando el
pequeño cementerio pueblerino, con sus cipreses
rechonchos y sus cruces blancas y negras al pie de
las cuales tendía la luna largas sombras...
Nada más poéticamente tranquilo, bajo la fan-
tástica claridad, que aquel humilde Campo Santo
en el que hasta los árboles mismos parecían dormir
un sueño eterno.
-—Ven,-—dijo el Ladrón de Corazones, —me parece
ver unos guardas rondando por esta parte... ¿Qué
clase de hombre es tu albéitar?
—Un excelente trabajador, amable, pero muy
aficionado al dinero.
—¡Bueno es saberlo!
—Ejerce todos los oficios. Cura a los caballos y a
las personas, es pregonero, barbero, boticario, herre-
ro, carpintero...
—Está bien, Didier. Vamos a hacerle una visita.
Mira, tengo en el hombro una buena herida. Tu al-
béitar me cura, yo me muero, —después de haberle