EL CAPITÁN LA GARDE DE JARZAC
pagado espléndidamente,—y él mismo me mete en
el ataúd que habrá hecho para mí... Me entierran
por fórmula, y mañana estoy dentro de la plaza, y me
llevo a mi prometida... ¿Qué dices a esto?
-—Digo, monseñor, que no hay nadie como vos
para inventar estas cosas.
-—No puedo elegir. Llévame a casa del albéitar.
A la voz de Didier, la puerta del artesano se abrió,
no obstante lo avanzado de la hora.
El albéitar los hizo entrar.
—Aquí tenéis, —comenzó el escudero,—un caba-
llero que necesita vuestros servicios, maese Meri-
diane.
—¿De qué se trata, caballero? ¿Deseáis un arnés?
—No,—dijo Paulino.
—¿Un ungiento para vuestro caballo herido?
—Tampoco.
-——¿Pólvora y balas?
-— Menos aún.
-—Entonces, ¿qué queréis, monseñor ?
——Un ataúd.
—¡Diavolo !-—exclamó Meridiane estupefacto.
—Un ataúd, os digo.
-—¿Para quién?
—Para mi.
—¡Pero vos no necesitáis semejante vestidura de
tiblas!
—La necesitaré... así como tu ayuda, después. ¡Va-
mos, cóbrate, amigo!
La Garde de Jarzac arrojó una bolsa sobre la mesa.
Éste fué el argumento final.
Gracias a él, Meridiane no deseaba otra cosa que
dejarse convencer,
—Cóbrate,—repitió Paulino,—y toma las medidas.
¡Corre prisa!
Así que hubo hecho lo que la Garde le ordenara,
declaró el artesano: