GEORGES SPITZMULLER
Sólo el marinero, aparte de los que han conducido
el féretro, permanece allí, cruzado de brazos, de pie
en la sepultura, riendo.
Aquel extraño personaje se marcha a su vez, con
su risa infernal en los labios,
Didier, entonces, siente que el suelo huye bajo
sus pies.
Ante sus ojos cruzan relámpagos...
Falta el aire a sus pulmones...
La sangre afluye a sus sienes...
Y cae, sin conocimiento, junto a la fosa...
VIII
EN LAS TINIEBLAS DE LA MUERTE
No menos conmovido que el fiel escudero, pero do-
tado de imperturbable sangre fría, Vaudrey se había
escondido detrás de un ciprés, para que los otros
tres hombres que habían llevado el ataúd se fuesen
sin él.
Estos hombres auxiliaban a Didier.
—Es un amigo del muerto, —dice uno,
—¡Pobre hombre! ¡cómo le quería !—agrega el
otro.
—No podemos—observa el tercero—dejarle aquí
desmayado. Llevémosle a casa del albéitar; él le
cuidará.
— ¡Hombre l|—exclama el primero, —su aprendiz es-
taba con nosotros. ¿Por dónde anda? ¡Eh! ¡mu-
chacho!
—Acaba de marcharse,—afirma el segundo.
Pocos minutos después, Robur está solo en el pe--
queño cementerio del convento, en el que cae la noche,
lenta y triste...