EL CAPITÁN LA GARDE DE JARZAC
—¡Socorro! ¡A míi!... ¡Jesús! ¡Virgen Santa!...
¡Atrás, maldito!... ¡Atrás !...
Al mismo tiempo, las cadenas se entrechocan con
mayor estrépito.
Luego, súbitamente, todo calla.
Robur siente por un instante un terror puramente
físico. En el acto, su espíritu enérgico se retrae.
Rápidamente concluye, con ayuda de su puñal, el
trabajo comenzado, verdadero trabajo de zapa.
¡Ya es hora! ¡La hoja de su daga acaba de que-
brarse en una peña!
El vizconde se pone de pie. Del pedernal golpeado
por el eslabón brotan chispas.
La yesca se enciende...
Y he aquí que comienza de nuevo el horrible estré-
pito de unos momentos antes... y
Un instante después, mientras los gritos, los golpes
y las llamadas van en aumento, el esforzado amigo
de la Garde de Jarzac sube al cementerio, a la super-
ficie del suelo, cubierto de lápidas y de cruces...
Se detiene... espera...
De repente, dos mastines se precipitan ladrando con
furia,
Son los perros que sueltan por la noche para guar-
dar el monasterio.
Acometen al joven. Acuden otros, y se abalanzan
a él, con el pelo erizado.
¡Y Robur está desarmado!...
Uno de ellos, más feroz aún que sus congéneres, le
muerde cruelmente en los brazos, que tiene extendi-
dos, en los puños cerrados, para descargar algunos
golpes y defenderse.
Otro le muerde en la pierna. La sangre de Robur
mana de sus carnes desgarradas...
Al fin, retrocediendo siempre, el vizconde llega a
la tapia.