EL CAPITAN LA GARDE DE JARZAC
Acercábase una nube de polvo, envolviendo a unos
jinetes de los que se percibía el centelleo de las
bruñidas armas.
Al mismo tiempo sonó, como un toque de clarín,
el grito de:
—¡Bayardo! ¡a las armas!
—;¡Bayardo! ¡es el esforzado caballero l—exclamó
Paulino de la Garde.—¡Estamos salvados!
De nuevo, más cerca esta vez, vibró el grito de
guerra:
—¡Bayardo! ¡a las armas!
—¡Socorro, Bayardo !—gritó la Garde de Jarzac.
—¡Condenación !—aulló Bartolomé el Tuerto.
La tumultuosa alegría de hacía un instante se
trocó en furor. El valor de los bandidos decaía.
Al ver a Bayardo acompañado de dos de los caba-
lleros de su séquito, revestidos con sus armaduras de
guerra, los facinerosos se desbandaron y quisieron
huir; pero no tuvieron tiempo.
Los tres caballeros cayeron sobre ellos, manejando
con las dos manos sus formidables espadas.
Viéronse entonces cabezas volando por los aires, y
brazos cayendo al suelo, como ramas bruscamente
cortadas por el hacha del leñador. Viéronse cráneos
abiertos, y hombres divididos por la mitad, arrebata-
dos por sus caballos enloquecidos...
Ante aquella ruda acometida de los caballeros, vigo-
rosamente apoyados por el barón y su escudero, los
corsarios que quedaban huyeron lanzando exclama-
“ciones de insensato terror,
Pronto desaparecieron, dispersándose por el campo
y tirando al suelo su botín para correr mejor.
Los cuerpos de diecisiete de ellos, muertos o mori-
bundos, cubrian el campo de batalla.
De los cuarenta hombres que desembarcaron de
El Picador, Bartolomé el Tuerto sólo tenía diez a su
lado.
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