EL CAPITAN LA GARDE DE JARZAC
—El barón Paulino de la Garde de Jarzac, un buen
delfinés como yo.
Al reconocer al rey en su adversario, Paulino puso
una rodilla en tierra.
—Barón, permaneced de pie, lo quiero, —dijo cor-
tésmente Francisco 1.—Tenéis razón, Bayardo, en
hablarme de vuestro protegido como de una espada
temible... Le faltó poco para tirarme al suelo.
—A Vuestra Majestad no le faltó ni eso,—replicó
sonriendo el caballero.
—Barón Paulino de la Garde, no olvidaré nuestro
encuentro, —dijo el rey. —Desde hoy estaréis cerca de
mi persona, como capitán...
—El capitán «Ladrón de corazones», —murmuró
maliciosamente Bayardo.
—Y sabré utilizar vuestra destreza y vuestro valor.
—Confío, señor, en que mi celo por servir a Vues-
tra Majestad me traerá suerte en todo.
Francisco 1 sonreía, con su sonrisa bondadosa' y
franca.
—Venid, barón; voy a presentaros a la reina, a
quien devolveréis la banda tan gloriosamente con-
quistada por vos.
Paulino de la Garde se arrodilló ante Claudia de
Francia, más respetuosamente aún que ante el rey.
—¡Bravo!—dijo la bondadosa reina tendiéndole la
mano que él besó con cortés deferencia,—Sois un
valiente y leal caballero, capitán, y guardaréis esta
banda como recuerdo mío. Venid, Isabel de Commai-
lles, mi dama de honor, atad mis colores al brazo
del barón de la Garde. Estoy segura de que siempre
los honrará y los llevará a la gloria.
Paulino, de pie a la sazón, se inclinó profundamente
ante la reina, en tanto que una joven de rubias
trenzas bajo su velo blanco, de ojos azules de una
luz suave como la aurora, se acercaba a él. Rubori-
zada, anudó al brazo del barón la banda de seda
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