ARAS
o
A
EL CAPITÁN LA GARDE DE JARZAC
sario un caballero principal, acogió generosamente
al cortesano español.
Desde entonces, —hacía unas cuantas semanas sola-
mente; Don Medina gozaba del favor real.
Don Medina, pues, contaba con la estimación del
rey. Y como era un caballero apuesto y alegre, muy
animado siempre y muy galante con las damas, Fran-
cisco 1, con su inconsciencia habitual, no pensaba ni
remotamente en desconfiar de tan agradable com-
pañero.
En la tribuna, sentado cerca del duque de Tormes,
había un hombre de barba canosa y traje oscuro, que
parecía tratarle con gran familiaridad.
Este hombre se acercaba a cada instante al oído
de don Medina, para murmurar palabras que nadie
podía oir.
En un momento dado, el misterioso diálogo tomó
un giro más animado.
Fué cuando después del último paso de armas, apa-
reció al descubierto el rostro de Paulino de la Garde.
—;¡Es él!l—articuló Medina de “Tormes.
—¿Le reconocéis bien, señor?
—Sí, Campador. Pude observarle a mi sabor el
otro día, después del saqueo del castillo de Roque-
brune...
—Mientras él buscaba a su amada entre los escom-
bros... en donde creía verla...
—Hubiese podido buscarla mucho tiempo,—dijo
el duque riendo.
Fué interrumpido por un tercer personaje que aca-
baba de deslizarse entre los espectadores que discu-
tían con animación las últimas fases del torneo y los
méritos recíprocos de los dos adversarios: el rey de
Francia y la Garde de Jarzac.
-—Monseñor, —dijo en voz baja y en español aquel
hombre que llevaba la librea negra y roja de don
Medina, —monseñor; la señora Olivia desea veros sin
tardanza...
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