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para expresar, con aquel ademán, que estaba en poder
de la real justicia.
Sorprendida al pronto, Herminia se rehizo rápida-
mente.
La ocasión que esperaba hallar en Die se le presen-
taba.
Era preciso aprovecharla.
—Caballero,—le dijo al-magistrado con voz firme,
—estáis en un error... Yo soy la prometida de un
valiente oficial del rey, el capitán Paulino de la
Garde...
El senescal la interrumpió severamente.
—¿Qué fábula es esa, señora? ¿Pretendéis ser...?
—Afirmo ser mademoiselle Herminia de Roque-
brune...
—¡Basta !-—atajó con rudeza el senescal.—Hemos
sabido que mademoiselle de Roquebrune murió, lo mis-
mo que su abuela, cuando el saqueo de su castillo
por los bandidos españoles.
—¡Caballero! os juro...
Había en la actitud de Herminia tanta verdad y
tanta lealtad, tenía la joven un acento tan sincero,
—y estaba tan admirablemente bella, —que la convic-
ción del senescal flaqueó un instante.
Pero esto duró poco.
Sus informes eran precisos.
No podía ver otra cosa que una aventurera en
Herminia y una impostura en sus declaraciones.
Dió una orden muda a los alguaciles, que, durante
toda esta escena, habían dejado en suspenso el cum-
plimiento de su misión,
Su jefe se adelantó hacia Herminia.
-—¡No me toquéis!—gritó la joven.
No había hecho un movimiento, no había dado un
paso atrás para sustraerse a la acción del alguacil.
Fríamente le vió acercarse.
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