EL CAPITÁN LA GARDE DE JARZAC
la humilde cama, que, con un banco y un cántaro,
constituía todo el mobiliario de su celda.
De repente se estremeció,
Una llave giraba en la cerradura.
Se abrió la puerta... Entró un hombre.
Era el carcelero.
La prisionera había entrevisto a aquel hombre a
su llegada a la cárcel, y ya entonces le chocó la dureza
de sus ojos, su expresión huraña, su aspecto bestial.
De unos cincuenta años de edad, Arnolfo,—tal era
su nombre, —ejercía en Die, desde mucho tiempo
atrás, sus funciones de carcelero. En su familia se
trasmitían este empleo de padres a hijos desde hacía
más de un siglo. Y el carcelero de Die unía a este
cargo el de verdugo de la provincia, otra herencia
ancestral.
Alto, de complexión atlética, con una barba hirsuta
y pobladas cejas enmarañadas, el carcelero evocaba
la idea de un ladrón de caminos más bien que la de
un auxiliar de la justicia.
Abrió la boca para hablar; pero las palabras se
detuvieron en su garganta. Acababa de ver el tesoro
colocado sobre la cama, y sus ojos no podían apar-
tarse de él.
Herminia se asustó al ver la expresión feroz de
aquellos ojos que llameaban de codicia como los de
un animal feroz al clavarse en una presa.
Ella, que no había temblado en las horas trágicas
de Roquebrune, se sentía turbada por aquella mirada
inquietante,
Pero el carcelero se rehizo, y con una voz tan dura
como toda su persona, articuló:
—Preparaos a recibir la visita del procurador
del rey.
—Bien, —murmuró sencillamente Herminia.
Luego, Arnolío añadió, señalando las joyas y
la bolsa:
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