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Por lo demás, el carcelero tenía otras fechorías
sobre su conciencia; pero le temían, y sólo hablaban
de ellas a medias palabras.
—¡Mujer,—dijo Arnolfo a media voz,—ya está
hecha nuestra fortuna !
Gúdula le miró con estupor,
—Escucha: la prisionera de ayer lleva consigo
joyas que valen más de cien mil pistolas...
—¿Y qué?
—No necesitas saber más... ¿Tienes todavía la
droga?... Ya sabes, ¿la droga que hace dormir?
—¿La que comprastes en la feria de Saint-Julien-
en-Quint?... Aquí está...—articuló la mujer, sacando
de un armario un paquete de polvos oscuros.
El carcelero iba a seguir hablando, a exponer su
plan, pero de repente su mirada cayó sobre su hijo
que escuchaba atentamente, sin ocultar el doloroso
asombro que le causaba aquel conciliábulo.
—¡Vete de aqui, engendro!—gritó Arnolfo con
cólera.
Y dió un puntapié al infortunado muchacho, que
fué a caer contra un mueble, y que se marchó, con.
los ojos llenos de lágrimas, temiendo nuevas vio-
lencias.
Estaba ¡ay! demasiado acostumbrado a ellas...
XV
LA NOCHE TRÁGICA
Daban las ocho en la torre de la iglesia de Die.
Ocho campanadas, lentas y graves, de un esquilón
de timbre tan profundo como solemne.
Rendida por aquel día de calor y de emociones,
enloquecida de angustia en medio de su dolor reavi-
vado por el aislamiento, Herminia, de rodillas ante
su cama, rezaba fervorosamente.,
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