Ss
rd
GEORGES SPITZMOLLER
—¡Bah! Si no fuese por los extraordinarios... dentro
de treinta años estaría yo lo mismo que ahora... Pero,
iclaro! gracias a los extraordinarios...
—¿Qué es eso?—preguntó Corbedain con curiosidad,
—Los beneficios del oficio... Por ejemplo, un favor
a un caballero... un secretillo sorprendido... una carta
escamoteada... todo esto se lo pagan a uno bien... Y
como no se hace dafio a nadie, pues no hay que tener
ningún escrúpulo...
—Sin embargo, ese proceder no es muy honrado—,
observó el bretón con su buen sentido de hombre
sencillo,
—Al contrario, porque siempre le prestamos un ser-
vicio a alguien—, repuso el astuto Ambrosio—. Mira,
tú sabes que yo sirvo en casa del almirante Bonnivet...
—Sí, me lo dijisteis el otro día, cuando nos encon-
tramos por primera vez en la taberna de Maricastaña,
—Pues bien, mi amo el almirante—prosiguió el ¡ta-
liano mintiendo descaradamente—decía ayer: «El rey
daría quinientas pistolas al que le procurase el medio
de hacer venir a la señora de Cháteaubriant a la corte»..,
¿Crees, amigo Corbedain, que cometerías una mala
acción revelando ese medio, si lo conocieras?... .
-—No digo eso...—murmuró el bretón.
Ambrosio insistió:
—Mira, yo creo que te darían mil pistolas...
La ancha cara del bretón se iluminó.
—¡Mil pistolas !—articuló—. ¡Podría comprar la
granja! ¡Me casaría con María Juana...!
—Si—, repuso el italiano—. Con que digas lo que
hay que hacer para decidir a la condesa...
—Pues bien, escuchad... A la condesa la ha man-
dado su marido no salir de Laval... bajo ningún pre-
texto... y so pena del más terrible castigo...
—Pero, según parece, él mismo la ha escrito carta
tras carta, para decidirla...
108