V O R / de Á
Sin ninguna desconfianza a la sazón, contestó la
joven:
Convenido. Puedo ponerme en camino esta misma
tarde... Descansad hasta entonces y pasad a la cocina
, AA PA: A : 1
a comer. ¿Regresaréis conmigo, sin dud
Sí, señora. El señor desea que yo forme parte
de vuestra escolta.
Ambrosio se retiró saludando.
Francisca, ebria de alegría, corrió a su cuarto a
dar órdenes a Anita, su doncella, que se quedó estupe-
facta ante aquella repentina explosión de júbilo, y luego
hizo llamar a Lansay.
Señor caballero, el conde, mi esposo, me manda
ir inmediatamente a París. Dignaos acompañarme con
una escolta. Bajo vuestra protección estaré tranquila
y no me asustarán los peligros que podamos correr por
el camino.
El cabaliero se inclinó, halagado.
Todo se dispuso rápidamente y, a eso de las tres, una
litera cruzaba el puente levadizo, conduciendo a la
castellana, palpitante de dicha.
Anita, que no se separaba nunca de su señora, la
acompañaba en el viaje.
Lansay mandaba la escolta: seis hombres a caballo
y cuatro criados para llevar la litera. Ambrosio seguía
a la comitiva, contentísimo del buen éxito de su ardid
y pensando en la satisfacción de su real amo.
Las jornadas fueron largas. Francisca rompía su
monotonía ya montando en su yegua, que llevaba del
diestro uno de los hombres de armas, y cabalgando dos
O tres horas, ya reclinada en su litera, interrogando
a Ambrosio acerca de París, del palacio de las Tour-
nelles, de la corte, del rey...
El corazón de la joven palpitaba de emoción al
oir relatar los placeres de la corte, ponderar la gracia,
el ingenio, la seducción de Francisco l, las maravillas
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